miércoles, 25 de octubre de 2006

Placeres culposos.

Uno de los placeres culposos que difícilmente reconocemos es el gusto por saber de la vida de los demás. Es difícil no dejarse tentar por la necesidad de averiguar que le pasa al prójimo, tanto así que me atrevo a retar aquel que dice no haberlo hecho a que levante la mano, pero pronto la bajara al acordarse de que alguna vez se quedo discretamente atento a la platica de su vecino con un extraño, a seguir la conversación de dos desconocidos, abrir una carta ajena, leer el diario personal de un amigo o cuando su teléfono se cruzo con una llamada ajena y se divirtió hasta que con saña decidió opinar también. Hablar de generalidades sé que puede ser peligroso pero tampoco puedo evidenciar a alguna persona o a todas las personas que tienen esta afición porque se sentirían descaradamente expuestas, así que dejare que ninguno levante la mano y mejor lo piense en silencio. Quizás me pregunten por los argumentos para estar tan segura de tal generalidad y también de mis motivos para evadirla, pero lo único que puedo decir es que es la naturaleza de este placer lo que me orilla a enunciarlo de una manera superficial, seré más clara con un ejemplo, un conocido descubrió la infidelidad de su mujer, decidió perdonarla y ser discreto con el hecho, en un acto de confidencialidad se lo contó a su mejor amigo, este pasmado con la noticia se lo dijo a su novia, la novia con ganas de compartir tremenda bomba se lo compartió a una amiga, esa amiga a otra amiga hasta que la noticia llegó a mis oídos y yo se las trasmito a ustedes y les pediré por favor que juren no decírselo a nadie, espero y no se porten reticentes para respetar las formas de un secreto a voces, porque si mi amigo se entera que varias personas lo sabemos, culparía directamente al novio de mi amiga y entonces se terminaría una amistad que vale más que el placer por comentar la vida de los demás y todos los involucrados nos meteríamos en serios problemas.

Si llevamos el acto de romper la confidencialidad a juicio, inmediatamente todos somos culpables, es evidente que es una falta moral no saber guardar un secreto pero también hay una necesidad humana por compartirlo. Ya que si nuestra vida se concentrará únicamente en mirar nuestros problemas, defectos y no atender otra cosa que nuestra intimidad seria tremendamente aburrida y monótona. La cuestión es sencilla, existe una necesidad intrínseca del ser humano que se llama curiosidad y llega a producir altos niveles de ansiedad sino se satisface, cuando esta viene acompañada de una ligera aversión por las cosas desagradables o con un interés malsano se le llama morbo. Para la industria del entretenimiento es bien sabido que producir morbo vende y la vida de músicos, cantantes, actores, directores de cine, políticos y escritores se ve expuesta en escándalos presentados en diferentes formatos: libros, documentales, programas de espectáculos, periódicos, películas etc. A cualquier personaje público vender la vida privada le deja más ganancias que perdidas, gana popularidad y desde este punto podemos evidenciar otro placer culposo que es el gusto de hablar de nosotros mismos.

Tanto el morbo por la vida privada y el gusto de exponer la nuestra tienen un mismo epicentro que es el ego: el yo como el centro del mundo y juez para adjetivar entre lo correcto, lo bueno, lo mal hecho y lo malo; tendencia irreversible porque las experiencias se procesan de manera individual, el filtro somos nosotros mismo. Más sin embargo, hay personajes que se regocijan en ello y no es difícil identificarlos.

Sostengo que hablar de nosotros es también una necesidad, funciona como una válvula de escape a todo lo que se hierve en el interior, por las avenidas de la ciudad corren ríos de extraños buscando una oportunidad para ser escuchados, lo sé por experiencia propia. Debido a mi cara de gente noble soy el blanco favorito de necesitados de atención, me atacan por todas partes: en el transporte público, en el autobús, en los bares, en la calle, en las filas para hacer pagos. Primero me abordan con una pregunta o una expresión sobre la situación por lo que me veo obligada de manera amable a dar una respuesta, aún siendo escueta y fría regresan a la conversación con otro comentario más elocuente, volteo a verlos, asiento con la cabeza y automáticamente me acorralan sin salida para no cortarles la inspiración, no me atrevo a ser muy dura y me dispongo a escuchar toda clase de historias de vida, a veces su catarsis es tan fuerte que terminan llorando. Algunos ejemplos: una señora viuda que no superaba la muerte de su marido, una madre soltera que le dolía no ver a su hija por unas semanas, un joven que quería ser mariachi y no lo logró debido a problemas que tenia con su papá, un brasero que venia a visitar a su familia después de mucho tiempo, un productor de aguacates que hablaba de los cultivos, un alcohólico regenerado por acercarse a Dios, un joven que a sus veintiún años había sido drogadicto, animador de hoteles en Acapulco, Striper y alumno en una escuela militar.

Este tipo de encuentros involuntarios me han ayudado a identificar una serie de herramientas para hacer hablar a los extraños, como lo he dicho anteriormente no es mi deseo escucharlos pero confieso que algunas veces lo he aplicado. Una vez me topé con una joven policía y me causo cierta curiosidad la razón por la que tenia este oficio. Acercarme fue sencillo me basto tener una duda que resolvió inmediatamente, únicamente asenté y eso valió para que siguiera con las explicaciones, por lo general las personas que están solas suelen ser las conversadoras. Después lancé una pregunta vaga sobre su trabajo y una más inteligente: ¿no tienes miedo a disparar una pistola, al menos yo como mujer me aterraría el solo tocarla? Y duda resuelta, de ahí partió para hablarme de ella misma y supe la razón por la cual era policía.

Los instrumentos para el interrogatorio considero que son los siguientes, en primer lugar la observación, es necesario estudiar al extraño en cuanto a reacciones y gustos, templando el carácter conocemos el camino. Evitar contradecir, solo hacerlo cuando sea necesario para buscar la reafirmación sobre algo que no nos queda claro. Mostrarse interesado y elogiar sus ideas o sus posturas. Y el extraño se convertirá en un conocido.

Después de eso no pasemos por ingenuos y la siguiente etapa es la interpretación del discurso, no si fue verdad o mentira lo dicho, sino de lo que partió para decirlo. Porque cuando nos dan quórum para hablar de nosotros, solemos hacer una extraña combinación entre lo que somos y lo que queremos ser.

Exponernos y conocer la vida privada de los demás forman parte de los placeres culposos que difícilmente aceptamos porque se mueven por el ego y el morbo, pero para nuestra sorpresa, deleitarnos con ellos es esencial, sin estas fugas de escape seriamos demasiado introvertidos y quizás nos volveríamos locos.

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